Fernando camina acelerado por el salón gritando improperios al
viento, le ruego que baje la voz, los muros del castillo pueden tener
oídos indiscretos que no conviene que le escuchen. Es evidente que
la decisión de padre no le satisface, a mí tampoco, pero
conociéndole un poco, me esperaba algo así. Siempre estuvo alejado
de las tradiciones y, en ésta, su última decisión, no iba ser de
otra manera. El problema es que lo ha dejado muy claro y por escrito.
Ahora todos los habitantes del reino conocen el deseo póstumo del
Rey Cebra. El reino permanecerá unido por toda la eternidad, es
indivisible, y su heredero será elegido por los súbditos, entre
Fernando y yo. Sólo uno será rey. Vuelvo a pedirle que se calme, el
consejero real estará a punto de regresar al salón y no puede verle
así. Es una tragedia, el viejo lo ha estropeado todo, y ver a Alonso
tan tranquilo, pidiéndome calma, me desquicia más. ¿Acaso no le
importa ver como nuestro plan se viene abajo? ¿Por qué le hice
caso?, tanto secretismo para nada, debió dejarme solucionar este
asunto antes, cuando intuimos que el vejestorio tramaba algo. Siempre
ha sido un cobarde, ocultando sus intenciones al mundo, mostrando esa
falsa sonrisa para embaucar a todos y poder manejarlos a su antojo.
Pero en esto estamos juntos y yo no quiero cumplir el deseo de
nuestro padre. Por el momento, lo mejor es acatar el mandato de
nuestro padre, pero Fernando está fuera de sí para entenderlo.
Trato de calmarlo, le invito a reflexionar sin la esperanza de que me
acompañe, esa nunca fue una virtud suya. Le distraigo con el
recuerdo de padre paseando por el reino a lomos de ese ridículo
animal rayado. El Rey Cebra, el Rey Bufón diría yo. Reímos juntos,
mofarnos de padre siempre nos unió. Cuando dejo de oír sus quejas,
regresa el silencio y puedo volver a pensar. No me gusta comprobar,
que tenemos muy pocas opciones de llevar a cabo nuestro propósito.
Nadie en el reino desobedecerá un mandato de su querido rey. Todos,
campesinos y nobles, lo veneraban, incluso llegarían al extremo de
dar su vida por cumplir su voluntad. Busco en mis pensamientos una
solución, un resquicio por el que deslizarme, pero no lo hallo.
Cuando
Alonso se queda tan callado me da miedo, nunca sé que puede albergar
en su mente. Tendré que estar alerta, me fío de mi hermano, sí,
pero no de su ambición. Siempre guardando ese silencio inquietante,
sin descubrir sus pensamientos hasta que ya se han hecho realidad.
Una víbora que ataca con sigilo a la que no conviene dar la espalda.
¿Seguirá de mi lado? ¿Quien sabe? Sólo es leal a sus deseos. De
momento río sus bufonadas y le dejo pensar, pero vigilo. Le conozco
bien, y si intenta alguna de sus argucias conmigo lo pagará muy
caro. Me siento a su lado y me calmo, como él quiere.
Trata de
aparentar tranquilidad, pero es como si un oso intentara tocar el
laúd con sus zarpas. Sus piernas le delatan, no puede mantenerlas
quietas ni siquiera cuando está sentado. Me desquicia su ímpetu, si
por él fuera cogería a sus soldados y mataría a todo aquel que no
le reconozca como rey, es un salvaje que bañaría el reino con
sangre para nada. Un salvaje muy útil, lo sé, pero se lo he
explicado mil veces, el mejor súbdito es el que se somete por
voluntad propia.
Irrumpo
en el salón y veo a los príncipes sentados, uno al lado del otro.
Me presento con respeto y me acerco a ellos, descubro en su rosto el
disgusto, están afligidos. La muerte de su padre debe haberlos
afectado mucho, a mi también, es lógico. Toda una vida siendo su
consejero me dio la oportunidad de conocerle en profundidad. Un
hombre de la nobleza del Rey Cebra debería permanecer por toda la
eternidad en el mundo, pero la naturaleza es implacable. La noticia
que traigo conmigo espero que les devuelva la sonrisa. Es el último
regalo de su amado padre. Extiendo la bandera en la mesa, y les
cuento que su padre me ordenó crearla y dársela tras su muerte El
rey quería que fuesen ellos quienes ofrezcan al pueblo su nuevo
estandarte. En esta bandera se encuentra el espíritu del Rey Cebra.
El espíritu de un rey entregado a sus súbditos, el espíritu de un
hombre que vivió para mejorar el mundo que le rodeaba, el espíritu
de un ser extraordinario. Esta bandera es su legado, y guiará al
nuevo rey en su difícil tarea. Termino de hablar y los príncipes
permanecen callados, ni la bandera, ni mi entusiasmo tiene el efecto
que yo esperaba. Las palabras del consejero real despiertan mi mente.
Al ver la bandera, por fin he encontrado la solución, el resquicio
por el que deslizarme. Miro a Fernando y sonrío. Aún es posible
ejecutar el plan. Me levanto y desenvaino mi espada retando a mi
hermano, “¿de qué color es la cebra?” le grito. Por unos
instantes creo que Fernando no entiende nada, pero no es tan tonto
como yo creía. “ ¡Es blanca con rayas negras!” me responde
mientras desenvaina. “No, es negra con rayas blancas”, contesto.
Comienza el duelo.
Los
príncipes han perdido el juicio, discutir sobre el color de la cebra
me resulta absurdo. Son dos niñatos desagradecidos que no han
entendido la grandeza del regalo de su padre, acabarán por matarse.
El combate se acerca a mí peligrosamente y retrocedo. No encuentro
lógica a lo que mis ojos están presenciando, es un duelo de
estupidez. El comportamiento de Alonso y Fernando me resulta
incompresible hasta que el duelo se detiene y el filo de sus espadas
está sobre mi pecho. Comprendo todo, pero ya es tarde, lo último
que escucho es el inicio del desastre, “¿de qué color es la
cebra?”.